Cuento*: | Dicen que la noche se hizo para dormir, aunque hay quienes no pueden... o no quieren. Y están los valientes, los que saben que la noche es una colcha tejida de secretos inefables, y por eso se obligan a permanecer despiertos, porque por la noche se pueden oír y ver cosas que no deberían, hay quienes escuchan cómo respira la oscuridad cuando no la miras directamente. Eran las 2:47 a.m. cuando Mauricio se despertó sin razón aparente. No había ruido, no había pesadillas, no había necesidad urgente de ir al baño ni vibración de celular. Solo ese maldito impulso de abrir los ojos. Y lo peor: ese extraño silencio que no traía paz, sino una quietud densa, como una advertencia contenida en el ambiente. Lo primero que notó fue que las sombras en su habitación eran… distintas… Más densas. Como si fueran cosas vivientes por sí mismas. Pensó rápidamente que era producto de la confusión que se presenta entre la frontera de la conciencia y el plano onírico. Miró de reojo el reloj. 2:54. Cerró los ojos y volvió a dormir tras llevarse la manta hasta la nuez, como si eso tuviera algún poder mágico. Entonces poco tiempo después un susurro le rozó el oído: —¿Estás despierto…? El escalofrío no le recorrió la espalda: se la clavó con uñas de hielo. Espero unos instantes, asustado, y se sentó en la cama de un salto, jadeando. Nada. 3:07. Estaba solo. Aquellas sombras extrañas habían desaparecido. ¿Habrá sido una voz en mis sueños?, pensó. Pero en su estómago se instaló la certidumbre de que alguien más estuvo en su habitación, ahora estaba bajando las escaleras. El corredor lo recibió con una penumbra espesa. La luz mortecina del pasillo parpadeó apenas cruzó el umbral. Tragó saliva, espesa como aceite frío. Había dejado la puerta de la sala cerrada, pero ahora estaba entreabierta. —Será un gato —susurró. Quizás uno se coló por un descuido. Dio un paso. El crujido del piso de madera lo hizo tensarse. Otro paso. La oscuridad parecía responder con una vibración casi imperceptible, como si se expandiera para envolverlo. Del otro lado de la sala, vio algo moverse. No un ladrón. No un animal. Era una figura humanoide, alta, de extremidades alargadas, recubierta de una especie de sombra pulsante. No se movía con normalidad. Se deslizaba. Los ojos —si es que se le puede llamar ojos, dos puntos brillantes— estaban fijos en él. Y entonces lo escuchó de nuevo: —¡Estás despierto…! Mauricio no gritó. No podía. La cosa avanzó sin sonido. Intentó correr, pero el suelo pareció pegarse a sus pies. Se tambaleó y cayó, se arrastró, alcanzó la puerta de su cuarto, la cerró. Se arrojó a la cama, cubriéndose con la manta. Como si fuera niño. Como si eso sirviera. La voz final llegó desde adentro de la sábana: —¡Aquí estás…! ¡despierto! Mauricio gritó… El reloj marcaba las 3:15. Cuando el silencio absoluto se tragó todo lo demás. |
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