RUPTURAS - AMARRES – DESTRABES – CORTO ENVIDIAS, HECHIZOS Y BRUJERÍAS SEÑOR ROGELIO. GARANTÍAS PEDIR CITA 26 -7208 El cartel colgado del poste de luz anunciaba justamente lo que necesitaba. Anoté el teléfono y fui al bar a llamar. Me atendió el mismísimo señor Rogelio. Le expliqué quién era, qué quería y me citó para el día siguiente. Antes de que se acabaran las monedas, atiné a preguntarle cuánto cobraba pero la comunicación se cortó. En la pensión pregunté si alguien conocía al señor Rogelio, el del cartelito colgado en el poste de luz, Don Benito me dijo que la Ñata se había ido a atender con él unos meses atrás. La Ñata era su hija, fea, y con menos carne que rodilla de canario. Había enviudado a los pocos meses de haberse casado. Nadie supo qué le pasó al pobre tipo. En fin… Tomé los mil pesos que tenía ahorrados en la cajita y me los guardé en el bolsillo del pantalón. Llegué a horario. La casona antigua estaba en las afueras del pueblo. Tenía un jardín desatendido, olvidado y polvoriento. Las rejas oxidadas necesitaban pintura urgentemente, y los goznes, grasa para no chirriar. Rogelio me esperaba en la galería fumando y con el mate en la mano. Entramos a un comedor húmedo, frío y oscuro. Me tendió la mano con flojedad y me indicó la silla que debía ocupar. Observé sus dedos teñidos por el tabaco y sus labios finos escondidos entre la barba blanca y los bigotes. La habitación, al amparo de las sombras, era austera: una mesita, dos sillas quejumbrosas y un cuadro desalineado de un viejo barbudo. Antes de empezar quise saber cuánto cobraba y entonces con voz grave y serena me dijo que dependía de lo que tuviese que hacer. Metí la mano en el bolsillo y apreté los billetes con ansiedad. Me latía el corazón aceleradamente. Me preguntó qué me aquejaba. - Estoy tratando de que el Esteban se enamore de mí - dije sin reparos. -¿Esteban es soltero? – preguntó agarrándose la cabeza como si le doliera. -No, bueno, sí, pero hace muchos años que vive con la Norma. Pero él no la quiere - afirmé con seguridad. - ¿Trajo una foto? -Sí, acá estamos juntos en la fiesta del pueblo hace ya varios años - contesté animadamente. La imagen nos mostraba jóvenes, sonrientes y abrazados. El señor Rogelio tomó la fotografía y me clavó la mirada. Durante varios minutos solo fumó y fumó llenando de humo la sala. Volvió a mirar la foto y con voz firme aseguró: - Esta unión es sólida. Te espero la semana próxima a la misma hora y te garantizo que será tuyo. Son cuatrocientos pesos. Salí la casa de tan buen humor que pasé por el bar y me compré unas tortas fritas. Don Benito me preguntó si al final había ido a lo del señor Rogelio. Le conté todo y me dijo que a la Ñata le había dado asco el olor a tabaco mezclado con la humedad y que se había resignado a quedarse sola. Además como había perdido el trabajo no le alcanzaba la plata para andar averiguando su futuro. Los días siguieron su curso y en la segunda visita me recibió de pie nuevamente, en la galería de la casona. Llegué a pensar que el ruido del portón reemplazaba al timbre que en realidad no existía. Me tendió la mano más floja que en la primera cita. Me explicó que estaba un poco apurado y que lo disculpara y que en los días siguientes Esteban sería mío. Ni siquiera me hizo entrar al salón pero los segundos cuatrocientos me los cobró y me despidió amablemente con una palmadita en el hombro. Volví a la pensión sin demasiadas esperanzas y con la angustia de haber gastado ochocientos de los mil que tenía ahorrados. Me retumbaban las palabras de Don Benito diciendo que la Ñata ya no iba a lo de Rogelio para averiguar sobre su futuro. El sábado, cuando volvía del almacén, me encontré con el Esteban. Iba solo, apurado y algo encorvado. Lo llamé por su nombre y cuando se dio vuelta se le iluminaron los ojos. Pensé que los pesos invertidos estaban dando sus frutos. Me palmeó la espalda y me invitó a acompañarlo hasta el corralón de materiales. -¡Qué alegría verte tan bien! ¿En qué andas? ¡Tanto tiempo! - exclamó con una sonrisa incompleta. Sus cachetes se habían puesto colorados y entonces mis esperanzas renacieron. Esteban y yo habíamos hecho el servicio militar en Cobunco, en el mismo regimiento. En esa época compartimos guardias interminables, entre mate y mate, cigarrillos y un frío que calaba los huesos. El cabo primero me eligió para cebarle mate. Era un tipo rústico, severo y de voz gruesa. Eso sí que fue una aventura. Los quería con espuma y calientes. Lo de caliente era fácil, el problema era la espuma. No estaba acostumbrado a tomar mate con mis viejos. Aprendí que los primeros mates eran los espumosos, entonces como no me controlaban las bolsas de yerba, cebaba dos mates con espuma y cambiaba la yerba, no sea cosa que me castigaran por no saber cebarlos a su gusto. El cabo contento y yo también. El día que me avisaron que mi viejita se había muerto, lloré sin consuelo hasta que el teniente me comunicó que esa misma noche me llevaría a la estación en el jeep. Esteban fue el primero en ofrecerse para reemplazarme en mis guardias y en abrazarme con cariño. Me consoló diciéndome que así es la vida y que me quedaban mi viejo y mi hermana. Volví a los pocos días decidido a confesarle mis sentimientos. Después de la cena, cuando estábamos en la guardia, el Esteban me contó que se había acostado con la Norma, que aunque no estaba enamorado lo había pasado bien. La Norma vivía enfrente del cuartel. Baldeaba la vereda con unos tacos y una minifalda que causaba alboroto entre los conscriptos. Por la tarde, se paseaba zarandeando el trasero de aquí para allá y más de uno le guiñaba el ojo, porque estando de guardia mucho más no se podía hacer. Fue entonces cuando mi timidez me jugó una mala pasada y me callé. Callé por años, porque la vergüenza me mordía por dentro, convirtiéndome en un hombre solitario, taciturno. A la decepción inicial siguió la depresión. En el camino, Esteban me contó que habían vuelto al pueblo por los planes del FONAVI y que la Norma esperaba el tercero. - Capaz que sea una chancleta, suspiró resignado. Disimulé mi amargura, puse las manos crispadas en los bolsillos y le conté que mi papá ya le hacía compañía a mi viejita, que la Amelia se había casado el año pasado embarazada y que prontito sería tío. Hablamos de la colimba y de lo bien que lo habíamos pasado. Nos reímos de los mates espumosos. Si el cabo hubiese sabido… Me dijo que la Norma era una mujer muy trabajadora, que había estudiado corte y confección y que cosía los uniformes para los del cuartel. Que al final tenía más trabajo que él, que siempre dependía de las changas. También me dijo, y acá me quedé helado, que el hijo mayor se llamaba como yo, porque nunca se había olvidado de cómo había llorado esa noche por la muerte de mi mamá y que él más chiquito era un atorrante bárbaro. Que no le gustaba la escuela y que seguro había salido a él. Y se volvió a reír a carcajadas con esa boca incompleta, que yo tanto deseaba besar. Mi vida al lado de la de Esteban había sido un sinfín de compañías amables, otras groseras y algún orgasmo a destiempo. -¿Te dije que me voy del pueblo? - ¿Cómo que te vas? - Sí, me caso – mentí con un hilo de voz. La conocí en La Pampa, poco tiempo después de la inundación. Mi patrón me había mandado a Santa Rosa a buscar granos y fertilizantes. Esa noche comí un choripán en el puestito de al lado de la estación de micros. Ella estaba allí tan sola como yo. Nos sonreímos y charlamos hasta que el puestito cerró. Nos fuimos caminando juntos hasta mi hotel. Me daba cuenta de que podía inventar con facilidad, así que continué. Fingí con una habilidad para mí desconocida que estaba enamoradísimo. Hablé sin parar durante las tres cuadras hasta llegar al corralón. Ese fue mi límite. Esteban compraba material para construir una nueva habitación para su familia y yo caía en un pozo profundo donde ni Rogelio, ni nadie me sacarían. - ¡Bien amigo, eso es bueno! ¡Me alegro! ¡No hay como vivir en familia! ¡Te deseo lo mejor! -me abrazó y se despidió con la mano en alto. Desde aquel encuentro con el Esteban no pude dormir en paz. Mis ilusiones, mis esperanzas me produjeron pesadillas y varias noches de insomnio. A veces salía al patio de la pensión a respirar ese aire helado de la madrugada que me transportaba a Cobunco y al año en que no fui capaz de decirlo en voz alta. La palabra lejos adquirió una dimensión inmensa. Tenía salud, no le debía nada a nadie y el pueblo me quedaba chico. Necesitaba una vida que no fuera tan perversa, una vida que fuera a mi medida. Lejos. Recuerdé a Pablito, mi compañero de banco en sexto. El pibe se había dado cuenta de cómo era yo, que no miraba ni las tetas ni los culos de las chicas del grado y un día me llevó al baño, me agarró del cuello y me dijo que ni se me ocurriera tocarlo a él. La verdad es que no se me había ocurrido. En realidad me gustaba jugar a las muñecas con la Isa y la Martita, andar en bicicleta por el pueblo, preparar comida en casa junto a mi mamá y ver la tele todos juntos. Mi papá me mandó a trabajar a la fábrica de zapatillas en cuanto terminé la primaria y me dijo que el sueldo era para la casa. Mi mamá y mi hermana armaban las cajas de cartón para la misma fábrica. Mi viejo era un vago bárbaro. Pasaba las tardes timbeando y a veces desaparecía del pueblo con la excusa de que el velorio de algún compadre se había extendido. Mamá jamás dijo una palabra. Pero mi hermana y yo nos dábamos cuenta de que no eran felices. Nunca los vimos salir del brazo, ni darse un beso. ¡Pobre vieja! ¡La tengo tan presente! De niño me gustaba la vida. Jugar, subir al cerro. Cazar pajaritos y lo mejor era cuando por las noches, mamá me besaba en las mejillas y me deseaba felices sueños. Apenas entré en la adolescencia, me volví tímido y malhumorado, tanto que ni mis padres ni yo lo entendíamos. Mi viejo me dijo una tarde que me llevaría con él a la casa de Doña Faustina. Todos sabíamos que allí vivían varias chicas que se ocupaban de convertirte en hombre. Me las ingenié para ponerle excusas. Y al final cuando me tocó la conscripción dejó de joderme con eso de Doña Faustina. Hablé con el patrón, le dije lo mismo que al Esteban. Se alegró tanto que hasta me regaló unos pesos para el casamiento. Tenía que poner distancia entre mi pasado y mi presente. Antes de irme, bajé de un hondazo el cartel de Rogelio. No fuera que otro cayera en la trampa. La palabra Garantía me producía náuseas. ¡Qué garantías ni garantías! ¡Un verdadero chanta! La última cuadra asfaltada que daba a la ruta, la caminé lentamente hasta llegar a la rotonda. La luna bañaba los arbustos. El Chevallier se divisaba en la curva de Oncativo. Subí y me senté en el último asiento. Di vuelta la cabeza con rabia cuando el micro pasó por la casa del señor Rogelio. A menudo pienso en esa noche y descubro que la ciudad me abrazó en su anonimato y me cobijó en sus brazos. Hoy y ayer. Vergüenza y aceptación. Estar en pareja y saberme querido. Visitar la tumba de mamá y contarle que soy feliz. |
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