Me llamo Fabián y tuve una idea inquietante. Estuvo un tiempo dando vueltas y vueltas buscando su mejor versión. No la podía frenar y entonces intenté sofocarla metiéndola bien abajo en esa bolsa infinita y a la vez estrecha que algunos llaman consciencia. La empujaba cual envase de Coca Cola de dos litros y medio, de esos que ocupan todo el tacho de basura. Después me dije que era producto de mi mente traviesa — este era el latiguillo de mi ex—, que no tenía que pelear con ella sino ignorarla e invitarla a irse al carajo. A los pocos días, por fin, me rendí ante su presencia insidiosa. Si es cierto que la suerte no existe —y puedo dar fe de eso—, entonces debía tomar esa idea como la oportunidad que llega cuando uno está preparado. Y yo lo estaba. Para ser sincero, el asunto de mi vieja entubada en la cama del sanatorio, con la boca horriblemente abierta y el cráneo lustroso dejándose ver debajo de unos cuantos mechones de color incierto, había pasado a ser una anécdota y un recurso siempre a mano por si necesitaba una excusa: "Disculpame flaco, pero hoy tengo que visitar a mamá", decía si me pedían que fuera a trabajar un sábado, o "Por favor, esperame unos días porque tengo que comprar una medicación importada y la obra social no me la cubre", le lloraba al de la inmobiliaria si no llegaba a juntar la plata del alquiler. El resto del tiempo me olvidaba de ella. ¿Qué se supone qué tenía que sentir? Veinticinco años durmiendo, ni viva, ni muerta. El día del accidente que la dejó igual a un potus, yo estaba en el jardín de infantes. Después de que mi viejo palmó, no me quedó otra que hacerme cargo. Un domingo de octubre, creo que era el día de la madre, yo iba para el sanatorio manejando por una avenida. Frené en el semáforo y se acercó un pibe rotoso vendiendo unos ramitos de clavelinas mustias. La mujer que lo explotaba vigilaba desde la vereda. Vigilar es una forma de decir porque la mina estaba quebrada por el paco. Movía la cabeza de tal modo que parecía estar esquivando las dentelladas de un Tiranosaurio rex. Le hice señas al chico y le compré unas flores tan desangeladas como él. Le di plata de más. No sé por qué lo hice, tal vez ese remordimiento que me asalta a veces. El pibe corrió al lado de la mina con el manojo de billetes de diez pesos en la mano. Ella se lo arrebató y lo olió. Hizo una mueca rara, entre la excitación y el espanto. Yo, que miraba la escena por el espejo retrovisor, me sentí iluminado. La idea que me acechaba hacía rato tomó forma definitivamente. Cuando llegué al sanatorio me crucé con uno de los médicos. "Lindas flores" dijo por decir algo, ya que hacía años que no tenían novedades para mí. Entré a la habitación y deshice el ramo. Agarré la flor más marchita y se la enganché en la oreja a mamá, de tal modo que los pétalos se desmayaron la sien huesuda. La fotografié con el celular desde distintos ángulos. Mi querida vieja me servía de modelo para sacar fotos morbosas, que acompañadas con comentarios lascivos y emoticones adecuados, podían cotizarse muy bien entre los degenerados que pululan en la parte oscura de las redes. Yo tenía mucha experiencia haciendo negocios frente al teclado y sabía perfectamente dónde ofrecer este producto novedoso. El mercado de la pornografía infantil estaba saturado. La necrofilia no era lo mío y tampoco era el caso. La intuición no me había fallado; las fotos se vendieron como pan caliente. Seguí trabajando muy confiado. Tanto, que comencé a cometer errores. Una tarde quise innovar y recliné a mamá unas almohadas para que pareciera que estaba sentada e intenté ponerle un cigarrillo prendido entre los labios. Si lograba esa foto estaba seguro de que me la iban a sacar de las manos. Por unos instantes el cigarrillo hizo equilibrio entre las comisuras apergaminadas, pero se terminaba cayendo. Tanto me concentré en mi trabajo que no me di cuenta y el olor del tabaco serpenteó por el pasillo hasta el office de enfermería. Escuché el taconear altanero de la jefa de turno que se acercaba a la habitación. Si bien me había olvidado de trabar la puerta, no me desesperé. Apagué el pucho y lo tiré por la ventana. Saqué las almohadas y los huesos de mamá, apenas unidos por un tejido amarillento que alguna vez había sido su piel, cayeron hacia el colchón. La sonda a través de la cual la alimentaban se zafó de la nariz. Desde el otro extremo, en el estómago, empezó a drenar un líquido viscoso que se mezcló con su sangre. El pegote rosado se deslizó por las sábanas y unas gotas densas cayeron sobre el piso gris. Los monitores enloquecieron. —Pero… ¿Qué está haciendo? ¿Está loco o qué? —La jefa de enfermeras se precipitó la cama— ¡Seguridad! ¡Seguridad! —gritaba como una enajenada. —Ayúdela, ¿No ve que no está respirando? —Yo hacía gestos desesperados representando el papel del hijo afligido. —Usted estuvo fumando, y no sé qué más le habrá hecho. ¡Asesino! —Apretaba con fuerza el botón para llamar al médico. —¡Cómo se atreve! ¡Haga algo rápido! ¡Usted es la responsable! —insistí apuntándole con el dedo índice. La jefa de enfermeras me miró con desprecio. Empezó a masajear el pecho diminuto de mamá que amenazaba con desarmarse, igual que esos esqueletos de plástico que se usan en las clases de anatomía. Un guardia fornido abrió la puerta de la habitación. Me agarró del cuello y me empujó. Yo intenté zafarme, pero el tipo me levantó en vilo. En eso estábamos, él aplastándome la cabeza contra la pared y yo pedaleando en el aire sin acertarle una sola patada, cuando la enfermera dejó de asistir a su paciente y retrocedió unos pasos. —No puede ser —susurró. Los tres miramos la cara de mamá; había abierto los ojos. Luego parpadeó y entonces todos pensamos que volvería a cerrarlos para siempre, sin embargo, volvió a abrirlos y los clavó en mí. —Fabi... Fabi —la voz de mamá parecía el llamado de una momia andina atrapada en su vasija funeraria. Por supuesto que las repercusiones de este hecho milagroso fueron increíbles. Las notas a los medios extranjeros las cobré en dólares. Los médicos dicen que es muy probable que vuelva a caminar, aunque la rehabilitación será larga y costosa. Si se extiende demasiado tendré que poner en práctica nuevas ideas, tal vez más drásticas. Tal vez más rentables. |
No hay comentarios.:
Publicar un comentario